¿Pero esto qué es?
Tú vivías una vida en un baño donde
las mujeres con las que follabas eran igual de volubles que el agua
que te cubría hasta el cuello. Nadie caía sobre ti. Tú tampoco
fuiste capaz de destrozar ningún esqueleto. Al final nos quedaremos
solos y los saltos al vacío se acomodarán al golpe de un solo
cuerpo y yo lo que quiero ES UN MONTÓN DE HUESOS CRUJIENDO.
No me refiero a verte estirar como lo
haría un gato. Me refiero a evitar arrepentirnos. Mirarnos y saber
que hicimos todo lo que pudimos. Que no nos queden fuerzas para
continuar pero que aun haya camino. Que no te espero, que no me
espero, que sigo sin saber qué coño es esto.
La gente se escapa por las puertas en
despedidas de 200 milisegundos, mi cerebro es capaz de almacenarte
porque mantuve los ojos abiertos incluso a sabiendas de que aquel
sería nuestro último beso.
Nadie tenía miedo hasta que lo olimos.
Y olía mal, sabía peor, pero era brillante y lo necesitábamos de
adorno sobre nuestras cabezas fuera cuál fuera el precio a pagar.
La próxima vez que aparezcas seré un
animal con sombrero. Todo lo absurdo que debimos parecer para
cualquier artista contemporáneo. En un lienzo enano, en un museo,
exponen nuestros restos lumínicos, nuestros fugaces momentos
hambrientos, nuestras verdaderas sonrisas sin dientes ni boca. Tus
pupilas eran suficiente hoguera, ¿tú crees? Cuando todo parecía ir
bien, cuando el sillón me acogía de una manera tan maternal que
asustaba, cuando no pude dormir durante horas de enfado.
Lo que quiero decir. Eh. Lo que debí
decir es que no me apetece nada pero lo sigo viviendo. Sigo estando
en un avión de ida. Sigo teniendo frío. Sigo viviendo en una ciudad
en la que no estás pero lo parece. Y NO ME DA LA PUTA GANA.
Y tener cuidado, no nos olvidemos de
esa premisa fundamental que es el “callarse la puta boca, sea lo
que sea lo que tengas que decir”. Era, sobre todo, sentirse como en
el fondo de una piscina con una bolsa de cemento amarrada a un
tobillo.
Una de esas mil cartas sin enviar.
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