Habíamos construido un cielo diminuto
de estrellas y lunares. Una inmensa masa negra tragándonos,
engulléndonos, revolviendo cada uno de nuestros átomos.
Te podía ver señalar cada
constelación desde el otro lado del planeta, que también habíamos
construido.
Entonces, todo lo que nos parecía ir
mal, daba igual. Era realmente insignificante en comparación con
aquel majestuoso cielo estrellado de lunares.
Había luz allí fuera, en algún
lugar. El sonido era cosa de terrícolas. Éramos las únicas
personas normales en aquella habitación.
Yo te miraba señalar lunares de los
que no había oído hablar jamás, y estaba contenta de poder
aprender todos aquellos pasadizos secretos estelares, y estaba triste
porque no aprendería lo suficiente como para intentar perderme sola
en ellos.
Hizo tanto frío que podíamos cocinar
nubes con nuestros alientos. Mis pulmones debían ser el polo norte
de algún virus. La saliva, sin embargo, no llegaba a congelarse
nunca. Todo lo contrario.
Lo malo es que mientras tú hablabas de
emigrar, viajar sin rumbo, yo preparaba madrigueras para el invierno,
de cielos, mantas y congelaciones.
Estoy segura de que quién inventó el
fuego lo hizo con una chispa de pestañas: hay miradas que arden.
Yo también me arrepiento de mi buena
educación. Del lugar de donde vengo no tomamos prestadas las cosas
ni aunque nos las den en la mano.
El único fallo de aquel universo que
inventamos, es que estaba hecho más a tu medida que a la mía, y ya
se sabe lo que pasa cuando se enfrían los pies:
Que no se puede pensar muy bien.
Esto es lo que escribía.
No me acordaba de que lo había escrito en algún momento
entre aeropuertos y casas diminutas.
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