Funcionalidad del Pasado.

Siempre me pasa que descubro la funcionalidad de las cosas cuando ya es demasiado tarde.

Y que sea demasiado tarde es precisamente la característica principal de este lugar.

Después de tanto tiempo encuentro que quizás este sea un buen sitio para mirar el pasado con los ojos del presente-futuro.

En cualquier caso, a los fantasmas del pasado, a los vivientes del presente y viceversa, sean ustedes bienvenidos.



miércoles, 5 de septiembre de 2012

Superviviente (5.9.12)

El amor de tu vida vomitando a las dos de la mañana en cualquier portal.
El amor de tu vida meando entre unos coches.
El amor de tu vida perdiendo el equilibro.
El amor de tu vida rompiendo los tacones, andando descalza.
El amor de tu vida pegándote en mitad de la calle.
El amor de tu vida besándote hasta desintegrar tus labios.
El amor de tu vida se desnuda como puede.
El amor de tu vida bajo una ducha fría.
El amor de tu vida intenta follar y se queda dormida.
El amor de tu vida tiene resaca, bebe café, se limpia las legañas, se limpia los dientes, te pide perdón.
El amor de tu vida existe y sobrevive.

Por eso es el amor de tu vida.


Estaba en borradores y me siento bastante estúpida por ello.

viernes, 24 de agosto de 2012

Breve resumen de la vida de un poeta.



Cuando un poeta se deshace de sus símbolos, de sus recuerdos, de todas esas sensaciones. El momento en el que quedas huérfana para siempre de una parte de ti. Y vas de orfanato en orfanato buscando tu hueco, de nuevo, en el seno de un hogar. Algo calentito, algo que te haga bien.
Las letras son niños pequeños buscando una madre en la que acurrucarse. Un ombligo al que pertenecer.
Mis letras buscan el calor de un vientre. 
Supongo que ha llegado. El momento en el que el miedo y el pánico dejan de ser eso mismo porque ya no son desconocidos. Puedes aferrarte al marco de una foto. Recordar el momento justo en el que esa imagen se grabó en tu retina. Puedes quererme con todas tus fuerzas.
Ya no siento que abrazo a nadie. 
Es la transición necesaria. Algo caótico y sin sentido, pero de igual manera, necesario.
Como una fábrica abandonada. Como un producto que ha dejado de ser demandado. Estas letras huérfanas no necesitan una madre para ser gobernadas.

De alguna manera, siempre que un poeta necesita un hogar sabe que va a volver a irse de éste igual que vino. A menudo todo pasa en un fugaz momento. Otras, sin embargo, sucede de manera paulatina. Como el reguero de polvo que deja una estrella fugaz tras su viaje nocturno, cósmico, sideral. Como una mudanza. Ese sería el sentimiento correcto. Una siente toda su vida en cajas. Las paredes recién pintadas de blanco. Una casa sin cortinas mientras anochece. Quedarse la última noche sobre el suelo pelado como ritual. Como despedida.
Como cerrar un ciclo. No hablo de círculos, porque ya están cerrados cuando uno se mete en ellos.
A sabiendas de.

Todas las poesías dejan de pertenecer a alguien en algún momento. En retrospección, es fácil olvidarse de ciertos momentos que hicieron de un verso algo intenso, desmedido, lacrimógeno, feliz. Es duro y difícil y no gusta en absoluto. A ti y a mí. A mi desmemoriado corazón. A mis seniles dedos. Pero es así. Una debe acostumbrarse a que hay pocas cosas que marquen a un poeta. Al menos, que le lleguen al hueso. Adentro del hueso.
Por eso no es difícil conservar dos o tres poemas. Lo complicado es convivir con el resto.
Como llegar a un aeropuerto y tener que deshacerte de la mitad del equipaje por exceso de peso.
Ver los restos de algo, de alguien, quedarse en tierra, mientras tú te diriges hacia la puerta de embarque. Aunque tengas miedo a volar. Aunque odies los aviones.
Es ese miedo a quedarnos solos, a desaparecer en una caída al vacío al lado de algún desconocido y no saber cómo volver al punto en el que echar en falta a alguien nos salvaba de cualquier tipo desastre.

Lo adecuado sería quedar huérfanos al mismo tiempo. Dejar de almacenar recuerdos juntos y comenzar a desentendernos, poco a poco, el uno del otro. El poeta y el tú poético.
Lo adecuado sería no conservar el drama como opción. Dejar ir las cosas. Dejarse ir.
Pero es doloroso. Parece que hablar sobre hogares de acogidas y niños huérfanos fuese algo normal, vanal. Pero hay un antes. Una historia. Un montón de momentos que ya no tienen a quién coger de la mano, del pescuezo, de las caderas. Es como si todo fuese fácil. Como si un poeta no perdiese el sueño cada vez que se avecina una mudanza. Cada vez que se queda sin madre, sin ombligo, sin origen. Como si ir sin rumbo por aeropuertos desconocidos no fuese lo suficientemente terrible. Como si no oyese llorar a todas sus letras, cada noche, bajo sus sábanas. Hay tipos de calor que el cuerpo de los poetas no es capaz de generar. Ni siquiera una estufa, un sol, o un fogón. Nada como el cuerpo humano del tú poético.

Y aprendes a llorar por dentro mientras dejas, poco a poco de escribir. Como secarse por dentro. Como una sequía interior de la que es imposible salvarse. Como ser una semilla a punto de brotar en mitad de un desierto. Eso es imposible. Entonces esperas a que llegue algún pájaro, en mitad de su migración y te coma, engulla, trague, muerda, digiera. Esperas el pico de ese pájaro cada segundo de cada día sin pegar ojo. Entonces, la noche que decides desistir. Dejarte dormir. Algo escarba hasta ti y te agarra, te aprisiona, te aprehende. Es el momento de dormir, por fin, en el estómago de algún pájaro. De llegar a tu nuevo hogar. De compartir el viaje migratorio en el bolo alimenticio de un pájaro al que no serás capaz de reconocer hasta que no te haya expulsado y te veas de nuevo en un desierto, deseando quedarte dormida, nuevamente, en el estómago de otro pájaro.

Esa es la vida del poeta. Y deshacerse de sus símbolos, sus recuerdos o sus sensaciones no es más que una forma de sentirse a salvo, sin pensar obsesivamente que lo que realmente le salvará serán esos mismos símbolos, recuerdos, sensaciones.
Un círculo al que entramos, sin recordar muy bien cómo y del que difícilmente podremos salir. Al menos, con vida.
A sabiendas de.

Supongo que todos esperamos ese alto en el camino, esa familia de acogida que de verdad sintamos como nuestra. Esa felicidad de la que huimos con bastante facilidad. Esa madre, ese calor, ese ombligo. Ese cuerpo que haga que podamos generar nuestro propio calor humano.
Más o menos, eso sería una manera adecuada de cerrar un círculo. O al menos, de pararnos en mitad de él. A descansar. A dormir, pero esta vez, en el nido de algún pájaro. De nuestro pájaro.

(Un pingüino. Un frailecillo. Un agapornis.)

martes, 21 de agosto de 2012

Para Raquel.




No te enamoraste de ella porque no la viste en diciembre, ni dejaste entrar al frío por la puerta de invitados, ni viste llover sobre sus charcos. Como no hay muchos árboles, el otoño parecía algo inventado por los cuentos infantiles. Los niños revolotean con sus uniformes hasta las siete u ocho de la tarde, que es cuando las parejitas de adolescentes comienzan su ritual de amor descontrolado por los parques y plazas.
Querías ofrecerle todo ese tiempo para que se diese cuenta. No tener que explicarle lo de las luces naranjas reflejadas en la humedad del suelo y del aire. Todos tus huesos tiritando, un café caliente, echarte a andar.
Las primaveras siempre llegaban o muy pronto o muy tarde. La gente solía hablar de eso por las calles. A veces sobre el frío arrollador e inhumano y otras sobre el bochornoso calor. Con esta humedad- decían- no hay quien viva. Si para bien o para mal. Nadie vivía en paz con el tiempo que correspondía a cada día del año. Aun así, la ciudad permanecía siempre en calma. Nadie parecía despertar de aquel letargo isleño.
Los nuevos visitantes podían hacerse a la idea de que aquello sería siempre así y convivir en paz y armonía o podían restringir su estancia a un breve paseo. Pasar por allí como quien pasa una página de una novelucha barata de aeropuerto.
Para mí, la mejor época, sin duda, es la navidad. Desde otoño la avenida se tiñe de gris nubarrón y gris humo de las castañas asadas. Es incómodo. Se echa de menos. Las luces navideñas, lo vuelven todo de color naranja, junto con las farolas. Piensas en el gasto innecesario. Piensas en el mal gusto de los que eligieron la decoración navideña de este año. Piensas. Pero te gusta pasear por las calles así vestidas, adornadas. La gente envuelta en abrigos, la gente que dice que se le echa el tiempo encima con los regalos. Eso no existe aquí. El tiempo lo vamos pisando. Como baba de caracol.
En los bares siempre hay viejos y borrachos dispuestos a gritarte alguna tontería si los pillas en un mal día. O en uno bueno. Nadie sabe.
La gente camina y entra a las tiendas y algunas personas solo echan a andar a ver con qué se encuentran. A todas estas personas es fácil distinguirlas. Yo he sido cada una de ellas alguna vez.
Lo mejor del invierno es el sol de media mañana que ni calienta ni alumbra pero da la sensación de las dos cosas. Ir a una terraza a tomarse un café y fumarse un cigarro y volver, quizás, a la biblioteca.
Todo está cerca y caminar es ameno. Una va como embelesada observando las casas, los colores, los balcones. No conozco a una sola persona que no me haya dicho “yo quiero vivir ahí”.

El camino al parque de noche da miedo, pero es soportable. De día parece un lugar calmado, lleno de coches aparcados a los lados. Esa parte de la ciudad es hermosa, no solo por los recuerdos.

He visto como calles enteras cambiaban, dando vida, quitando ese no sé qué. A mi es que lo viejo me gusta. Las aceras roídas por el tiempo y los charcos de agua sucia entre éstas y el asfalto desgastado. Eso de no tener que buscar aparcamiento, sino bajarte y hacer tus cosas mientras alguien daba vueltas a la manzana esperando a que terminases.
La plaza con los bancos de piedra. En dos de ellos conservo aun los trozos de algunos corazones rotos. La hierba creciendo a través de los adoquines.
La humedad, de nuevo. Porque la magia empapa.

Quien nace en esta ciudad, forma parte de cada calle, de cada rincón, de cada nube gris. No hay manera de desentenderse de ella. Uno siempre tiene la sensación de querer huir para volver más tarde. Reencontrarse con las caras de toda la vida, aun siendo completas desconocidas. Uno siempre quiere irse para sentir ese desarraigo, esa forma invisible de desgarrarte, de alguna manera, por dentro, ese querer saber las novedades sabiendo que todo sigue más o menos igual.

Quedar para tomar cerveza. El único plan es pasear hasta que te des cuenta de que el aburrimiento te pisa los talones. Puedes emborracharte. Siempre hay noches lúcidas en las que acabar a las tantas de la madrugada hablando de cosas importantes. Llorando. Riendo.
Supongo que debe ser como cualquier otra ciudad, pero no conozco ninguna capaz de hacerte sentir feliz y triste al mismo tiempo.
Y nunca perteneceré a ella pero guarda más secretos míos que ninguna de mis libretas. Eso es importante.

Y los gatos. Claro.

Se me olvidaba mencionar, que ésta es la ciudad de los gatos.

domingo, 19 de agosto de 2012

***

Ojalá te mueras de miedo de una puta vez.
Y yo verlo.
Y creerlo.

sábado, 28 de julio de 2012

Oler mal

Puedes sudar la vida en verso si te da la gana.
Es importante tener en cuenta que es recomendable ducharse todos los día.
Tu puta vida en verso por el sumidero día tras día.
Y eso es lo que jode.
Que sean las ratas las que te devoren cada mañana, escondidas, escarbando en el hedor de tus entrañas.

Puedes todo eso.

Nadie vendrá a salvarte. Haz las cosas mal desde el principio.
La vida en verso decepción tras decepción.
Tú también dejaste correr la vida por su espalda. Sudada.

Aun así
queda
quizás
un
resquicio
de
algo.

No se sabe muy bien qué, pero la vida en verso llenaba mi estómago de hambre.
Como a las ratas, día tras día, el hedor de mis entrañas.

lunes, 2 de julio de 2012

***


 Nadie sabe más que Arthur.

lunes, 14 de mayo de 2012

Odi et amo

Es como "salir, beber el rollo de siempre" pero a escala sístole-diástole.

lunes, 2 de abril de 2012

Veteranos de guerra.


No sé querer muy bien. Al menos no de la forma en la que las personas normales quieren.
Solo sé querer muy fuerte y muy alto. Haciendo mucho ruido, doliendo siempre la carne. Mordiéndola.
Pero al mismo tiempo, quiero dentro del cerebro, dentro de mis manos, dentro de mi boca.
Es difícil. Complicado y engorroso.
Siempre quedo con la sensación de dejarme algo de camino. Como si estuviera de viaje continuamente. Mirando hacia atrás, de vuelta a casa, pensando que algo de mí se viene conmigo. Todo lo demás no. Eso de dentro de mi cerebro, lo que envuelve a mis manos, la piel de mi boca. Todo eso queda, de alguna manera allí a donde voy.
No encuentro una intensidad adecuada en la que no ser ni muy vulnerable, ni inmune a todo lo que siento. Cómo lo siento. Siempre es algo desmedido.
No sé querer. Esto es algo que supe desde el momento en el que fracaso a fracaso entendí que no es que las relaciones tuvieran una fecha de caducidad. Ni si quiera era cosa del amor y la brevedad de su química.
No sé querer y temo que sea por esa necesidad mía de ir un paso por delante a todo. Estar siempre al borde y sentir que si no estoy en peligro de muerte, no es real.
De todos modos es algo que sé hace mucho tiempo. Convivo con mi incapacidad para estar tranquila, en paz conmigo misma. Esa paz que hace que las personas normales quieran como se debe querer.
Me gusta la guerra.
Pelearme hasta la muerte. Ganar siempre. Esconderme en trincheras, alto el fuego, cartas desde el campamento base, heridas de guerra, cicatrices para toda la vida, fuego enemigo, el sonido del ruido, sangre en los oídos, dormir con un ojo abierto, siempre. El barro, la lluvia, lágrimas. Pelear cuerpo a cuerpo, ir perdiendo y luego perder, acabar siendo rehén, balas, tiros, disparos.
Por eso no sé querer muy bien. Porque mi concepto de amor es lo más parecido a un campo de batalla. Ir luchando siempre contra todo el mundo. Contra mí. Contra lo que digo, contra lo que dicen, lo que oigo, lo que pienso, lo que no oigo que piensan.
Y después de ganar o de perder, una nunca sabe muy bien que pasará luego. Es simplemente eso. Ganar y perder y luego nada. La nada más absoluta que puede existir.
Es como querer todo el rato en el recuerdo. Vivir como método del almacenaje de momentos.

Pero ahora no hay ningún enemigo. Ni siquiera yo tengo motivos para estar enfadada conmigo misma.
Quiero como lo hacen las personas normales pero siempre con esa sensación de estar de viaje, de tener que voltearme para ver como parte de mí se aleja dentro del cerebro de otra persona, alrededor de otras manos y en la piel de esa boca. Con esa intensidad desmedida, sin saber muy bien si es vulnerabilidad o lo contrario a. Y ese es mi campo de batalla. El paso por delante está en que no llego a imaginarme cómo será cuando aparezca una bandera blanca en mitad del camino y alguien decida empezar a querer de verdad, ni bien, ni mal, sino de verdad, o por el contrario, volverse a casa como el veterano de guerra que siempre fue.

En cualquier caso, no sé querer muy bien y creo que eso es algo que debes saber.
Muerdo, me muevo muchísimo en la cama, soy una pesada, nunca sé decir las cosas a tiempo, se me da bastante bien adoptar el papel de sumisa, me va el drama como forma de vida, una vez al mes seré un monstruo, una bestia y me querrás matar, acabarás harta de leerme y dejarás de hacerlo, si hay un momento bonito que estropear no dudes que lo haré, tironearé siempre que estés lejos, nunca sabré a dónde ir, ni qué plan hacer, me agobio con facilidad, fumo, si bebo mucho vomito, nunca sabré si todo está bien de verdad y por eso preguntaré todo el tiempo, tengo demasiadas manías, demasiadas coletillas. Soy de esas personas que se enfadan y no lo aceptan y son incapaces de explicar el por qué.
Siempre que pueda quejarme de algo, lo haré. Lo haré repetidas veces, es más. El saco de mierda lo tengo muy presente siempre. Soy un desastre de persona. Me gusta el orden pero me da igual no dormir. Probablemente en algún momento la frase "es que tú no tienes ni puta idea de mí" te acabe sabiendo a rayos. En cualquier discusión medianamente importante me quedaré en blanco y no sabré qué argumentar en mi defensa. Soy aburrida y predecible. Siempre le doy demasiada importancia a las cosas y normalmente éstas suelen ser las más insignificantes y estúpidas. Me gusta la guerra aunque nunca esté segura de saber cómo ganarla. Ni siquiera de si seré capaz de empezarla como es debido.

Por eso no sé querer muy bien. Porque no creo ser una persona normal. Y tampoco creo que me guste esa forma de querer que tienen las personas normales.

Y la sangre y las lágrimas. Esas cosas que nos hacen estar más cerca y ser más humanos. Esas son las cosas que me gustan del amor.

Y morder, claro, aunque esté de moda.

jueves, 15 de marzo de 2012

Parcelas

    "Es bastante raro, algo que hay que aprender.
Extrañar a la gente; y suele quedar bien recordar cosas sin importancia, porque una vez que alguien está muerto, o no te habla... queda de puta madre decir: "Siempre separaba los M&M's amarillos y se los comía los últimos"."
P.B.B.

Los restos de mí que haya en los demás.
Los restos de gente que quedan en mí.

Esa clase de cosas que nadie se cuestiona. Ni siquiera cuando, esbozando media sonrisa, son incapaces de explicar que todo aquello les recordaba a noséquién. Todo eso de los cereales a todas horas, la manía de no ir a servicios públicos o meter las manos entre las piernas para mantenerlas calentitas.
Todas esas cosas que hacen que los recuerdos, por una vez, valgan la pena.

miércoles, 15 de febrero de 2012

EI

Se llama estímulo incondicionado a cualquier estímulo, que con anterioridad al tratamiento experimental, produce en el sujeto una respuesta consistente y medible. Por lo general se trata de estímulos que producen reflejos innatos.
Se entiende por reflejos innatos a aquellas respuestas de naturaleza involuntaria y automática que realiza un ser vivo ante la presencia de un determinado estímulo. Vestigios evolutivos.

Y esto es el intento de explicación de por qué a veces me descubro sonriendo en mitad del bullicio.
Y es una mierda.
Ser tan animales y cagarla luego, cuando nos ponemos a pensar.

Ala.

lunes, 6 de febrero de 2012

Un Indio

No sabría hacerlo mejor.
De otro modo, siempre.

martes, 31 de enero de 2012

La memoria del cuerpo.


Como pasa con las drogas.
Montar en bicicleta.
La misma sensación intensa.
Tocar unas tetas por primera vez
cada vez.
El frío.
Oír una tormenta.
Abrocharse el cinturón en un avión.
Perdonar de mentira.
Querer de verdad.
No me voy a olvidar nunca.
¿Te han roto alguna vez el corazón?
La sangre por dentro de las venas.
Cansarse a medio camino.
Una cuesta.
La humedad de unas bragas.
Los muslos por dentro.
Un olor.
Un sabor.
Cuando nadie sabe algo que tú sí.
Una sonrisa.
Darse la mano por debajo de la mesa.
Beber agua un día de resaca.
Dolores de cabeza.
El momento antes de besar por primera vez
cada vez.
Sentirse ridículo.
Nos miran.
Vámonos ya.
Un mensaje que diga: te quiero follar.
Hasta el alma.
Como pasa con las drogas.
La sangre por dentro de las venas.
Correrse a la vez.
¿Sabes?
El inverso a que te rompan el corazón.
Las cosquillas en la mano cuando toco una teta
cada vez.
Toda la vergüenza del mundo
en un cuerpo desnudo.
Que te digan “enséñame”
y echarte a reír.
Nadie sabe tanto como para no tragar saliva
al menos
un par de veces.
Nadie excepto la memoria del cuerpo.
Montar en bici,
pedalear,
caerse.
Siempre es el mismo dolor
pero
algo siempre cambia.

jueves, 26 de enero de 2012

El monstruo de colores


Siempre era verano en aquella época. Todo era de color naranja. El polvo de la tierra era naranja, el color de la tarde era naranja, las paredes lo eran también.
Todos decían que corriese, que venía el monstruo de los colores y corrí. Corrí sin saber a dónde llegarían mis pies, sin recordar el camino de vuelta. Todos me decían que corriese.
Y cuando dejé de hacerlo, y no había nadie a mi alrededor quise saber por qué.
Caminé sobre mis pasos y todo era naranja. El lugar donde ahora está construida mi casa, las cañas, los recovecos, las piedras, los caminos. Volví de donde había empezado a correr y descubrí al monstruo de colores. Volando en círculos, desorientado, subiendo y bajando, como un helicóptero sin piloto. Silencioso. Lo dejamos todo tal cual, como una ciudad fantasma. Los juguetes, el barro. Partimos a correr, cada uno con una dirección diferente, sin saber muy bien por qué. Yo llegué a casa de abuela.
Y volví sobre mis pasos.
Aquel lugar era mío. La tierra y el naranja, las cañas y los recovecos. Todo aquello me pertenecía. Hasta la furgoneta abandonada y llena de hierbas y telarañas. Todo tenía un secreto. Por eso volví.
No sería un monstruo de colores quien me lo arrebatara.
Un monstruo peor, descubriría luego, quien fuera capaz de hacer desaparecer todo aquello sin poder evitarlo. Uno invisible, sin colores. Ese que trae de vuelta a las golondrinas.
Nadie puede huir del tiempo.
Aun llegando a casa de abuela como trinchera. Ni siquiera allí podría esconderme.

Y el monstruo de colores se quedó allí, mirándome, subiendo y bajando como un helicóptero sin piloto. El nido de golondrinas entre los cables de una casa, una bajada de cemento, yo al principio, él al final. El naranja en todos lados.

“Nadie puede conmigo”

Y el único miedo, supongo, era correr sin saber muy bien por qué, sin saber muy bien a dónde y si funcionaría al fin y al cabo. El único miedo era no saber cuánto tardaría el monstruo de colores en cansarse de hacernos vivir de verdad aquella época en la que todo era naranja y la tierra, la furgoneta abandonada, las azoteas y el eterno verano eran míos. Míos de verdad.