No te enamoraste de ella porque no la
viste en diciembre, ni dejaste entrar al frío por la puerta de
invitados, ni viste llover sobre sus charcos. Como no hay muchos
árboles, el otoño parecía algo inventado por los cuentos
infantiles. Los niños revolotean con sus uniformes hasta las siete u
ocho de la tarde, que es cuando las parejitas de adolescentes
comienzan su ritual de amor descontrolado por los parques y plazas.
Querías ofrecerle todo ese tiempo para
que se diese cuenta. No tener que explicarle lo de las luces naranjas
reflejadas en la humedad del suelo y del aire. Todos tus huesos
tiritando, un café caliente, echarte a andar.
Las primaveras siempre llegaban o muy
pronto o muy tarde. La gente solía hablar de eso por las calles. A
veces sobre el frío arrollador e inhumano y otras sobre el
bochornoso calor. Con esta humedad- decían- no hay quien viva. Si
para bien o para mal. Nadie vivía en paz con el tiempo que
correspondía a cada día del año. Aun así, la ciudad permanecía
siempre en calma. Nadie parecía despertar de aquel letargo isleño.
Los nuevos visitantes podían hacerse a
la idea de que aquello sería siempre así y convivir en paz y
armonía o podían restringir su estancia a un breve paseo. Pasar por
allí como quien pasa una página de una novelucha barata de
aeropuerto.
Para mí, la mejor época, sin duda, es
la navidad. Desde otoño la avenida se tiñe de gris nubarrón y gris
humo de las castañas asadas. Es incómodo. Se echa de menos. Las
luces navideñas, lo vuelven todo de color naranja, junto con las
farolas. Piensas en el gasto innecesario. Piensas en el mal gusto de
los que eligieron la decoración navideña de este año. Piensas.
Pero te gusta pasear por las calles así vestidas, adornadas. La
gente envuelta en abrigos, la gente que dice que se le echa el tiempo
encima con los regalos. Eso no existe aquí. El tiempo lo vamos
pisando. Como baba de caracol.
En los bares siempre hay viejos y
borrachos dispuestos a gritarte alguna tontería si los pillas en un
mal día. O en uno bueno. Nadie sabe.
La gente camina y entra a las tiendas y
algunas personas solo echan a andar a ver con qué se encuentran. A
todas estas personas es fácil distinguirlas. Yo he sido cada una de
ellas alguna vez.
Lo mejor del invierno es el sol de
media mañana que ni calienta ni alumbra pero da la sensación de las
dos cosas. Ir a una terraza a tomarse un café y fumarse un cigarro y
volver, quizás, a la biblioteca.
Todo está cerca y caminar es ameno.
Una va como embelesada observando las casas, los colores, los
balcones. No conozco a una sola persona que no me haya dicho “yo
quiero vivir ahí”.
El camino al parque de noche da miedo,
pero es soportable. De día parece un lugar calmado, lleno de coches
aparcados a los lados. Esa parte de la ciudad es hermosa, no solo por
los recuerdos.
He visto como calles enteras cambiaban,
dando vida, quitando ese no sé qué. A mi es que lo viejo me gusta.
Las aceras roídas por el tiempo y los charcos de agua sucia entre
éstas y el asfalto desgastado. Eso de no tener que buscar
aparcamiento, sino bajarte y hacer tus cosas mientras alguien daba
vueltas a la manzana esperando a que terminases.
La plaza con los bancos de piedra. En
dos de ellos conservo aun los trozos de algunos corazones rotos. La
hierba creciendo a través de los adoquines.
La humedad, de nuevo. Porque la magia
empapa.
Quien nace en esta ciudad, forma parte
de cada calle, de cada rincón, de cada nube gris. No hay manera de
desentenderse de ella. Uno siempre tiene la sensación de querer huir
para volver más tarde. Reencontrarse con las caras de toda la vida,
aun siendo completas desconocidas. Uno siempre quiere irse para
sentir ese desarraigo, esa forma invisible de desgarrarte, de alguna
manera, por dentro, ese querer saber las novedades sabiendo que todo
sigue más o menos igual.
Quedar para tomar cerveza. El único
plan es pasear hasta que te des cuenta de que el aburrimiento te pisa
los talones. Puedes emborracharte. Siempre hay noches lúcidas en las
que acabar a las tantas de la madrugada hablando de cosas
importantes. Llorando. Riendo.
Supongo que debe ser como cualquier
otra ciudad, pero no conozco ninguna capaz de hacerte sentir feliz y
triste al mismo tiempo.
Y nunca perteneceré a ella pero guarda
más secretos míos que ninguna de mis libretas. Eso es importante.
Y los gatos. Claro.
Se me olvidaba mencionar, que ésta es
la ciudad de los gatos.
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