Cuando
un poeta se deshace de sus símbolos, de sus recuerdos, de todas esas
sensaciones. El momento en el que quedas huérfana para siempre de
una parte de ti. Y vas de orfanato en orfanato buscando tu hueco, de
nuevo, en el seno de un hogar. Algo calentito, algo que te haga bien.
Las
letras son niños pequeños buscando una madre en la que acurrucarse.
Un ombligo al que pertenecer.
Mis
letras buscan el calor de un vientre.
Supongo
que ha llegado. El momento en el que el miedo y el pánico dejan de
ser eso mismo porque ya no son desconocidos. Puedes aferrarte al
marco de una foto. Recordar el momento justo en el que esa imagen se
grabó en tu retina. Puedes quererme con todas tus fuerzas.
Ya no
siento que abrazo a nadie.
Es la
transición necesaria. Algo caótico y sin sentido, pero de igual
manera, necesario.
Como
una fábrica abandonada. Como un producto que ha dejado de ser
demandado. Estas letras huérfanas no necesitan una madre para ser
gobernadas.
De
alguna manera, siempre que un poeta necesita un hogar sabe que va a
volver a irse de éste igual que vino. A menudo todo pasa en un fugaz
momento. Otras, sin embargo, sucede de manera paulatina. Como el
reguero de polvo que deja una estrella fugaz tras su viaje nocturno,
cósmico, sideral. Como una mudanza. Ese sería el sentimiento
correcto. Una siente toda su vida en cajas. Las paredes recién
pintadas de blanco. Una casa sin cortinas mientras anochece. Quedarse
la última noche sobre el suelo pelado como ritual. Como despedida.
Como
cerrar un ciclo. No hablo de círculos, porque ya están cerrados
cuando uno se mete en ellos.
A
sabiendas de.
Todas
las poesías dejan de pertenecer a alguien en algún momento. En
retrospección, es fácil olvidarse de ciertos momentos que hicieron
de un verso algo intenso, desmedido, lacrimógeno, feliz. Es duro y
difícil y no gusta en absoluto. A ti y a mí. A mi desmemoriado
corazón. A mis seniles dedos. Pero es así. Una debe acostumbrarse a
que hay pocas cosas que marquen a un poeta. Al menos, que le lleguen
al hueso. Adentro del hueso.
Por
eso no es difícil conservar dos o tres poemas. Lo complicado es
convivir con el resto.
Como
llegar a un aeropuerto y tener que deshacerte de la mitad del
equipaje por exceso de peso.
Ver
los restos de algo, de alguien, quedarse en tierra, mientras tú te
diriges hacia la puerta de embarque. Aunque tengas miedo a volar.
Aunque odies los aviones.
Es
ese miedo a quedarnos solos, a desaparecer en una caída al vacío al
lado de algún desconocido y no saber cómo volver al punto en el que
echar en falta a alguien nos salvaba de cualquier tipo desastre.
Lo
adecuado sería quedar huérfanos al mismo tiempo. Dejar de almacenar
recuerdos juntos y comenzar a desentendernos, poco a poco, el uno del
otro. El poeta y el tú poético.
Lo
adecuado sería no conservar el drama como opción. Dejar ir las
cosas. Dejarse ir.
Pero
es doloroso. Parece que hablar sobre hogares de acogidas y niños
huérfanos fuese algo normal, vanal. Pero hay un antes. Una historia.
Un montón de momentos que ya no tienen a quién coger de la mano,
del pescuezo, de las caderas. Es como si todo fuese fácil. Como si
un poeta no perdiese el sueño cada vez que se avecina una mudanza.
Cada vez que se queda sin madre, sin ombligo, sin origen. Como si ir
sin rumbo por aeropuertos desconocidos no fuese lo suficientemente
terrible. Como si no oyese llorar a todas sus letras, cada noche,
bajo sus sábanas. Hay tipos de calor que el cuerpo de los poetas no
es capaz de generar. Ni siquiera una estufa, un sol, o un fogón.
Nada como el cuerpo humano del tú poético.
Y
aprendes a llorar por dentro mientras dejas, poco a poco de escribir.
Como secarse por dentro. Como una sequía interior de la que es
imposible salvarse. Como ser una semilla a punto de brotar en mitad
de un desierto. Eso es imposible. Entonces esperas a que llegue algún
pájaro, en mitad de su migración y te coma, engulla, trague,
muerda, digiera. Esperas el pico de ese pájaro cada segundo de cada
día sin pegar ojo. Entonces, la noche que decides desistir. Dejarte
dormir. Algo escarba hasta ti y te agarra, te aprisiona, te
aprehende. Es el momento de dormir, por fin, en el estómago de algún
pájaro. De llegar a tu nuevo hogar. De compartir el viaje migratorio
en el bolo alimenticio de un pájaro al que no serás capaz de
reconocer hasta que no te haya expulsado y te veas de nuevo en un
desierto, deseando quedarte dormida, nuevamente, en el estómago de
otro pájaro.
Esa es la vida del poeta. Y deshacerse
de sus símbolos, sus recuerdos o sus sensaciones no es más que una
forma de sentirse a salvo, sin pensar obsesivamente que lo que
realmente le salvará serán esos mismos símbolos, recuerdos,
sensaciones.
Un círculo al que entramos, sin
recordar muy bien cómo y del que difícilmente podremos salir. Al
menos, con vida.
A sabiendas de.
Supongo que todos esperamos ese alto en
el camino, esa familia de acogida que de verdad sintamos como
nuestra. Esa felicidad de la que huimos con bastante facilidad. Esa
madre, ese calor, ese ombligo. Ese cuerpo que haga que podamos
generar nuestro propio calor humano.
Más o menos, eso sería una manera
adecuada de cerrar un círculo. O al menos, de pararnos en mitad de
él. A descansar. A dormir, pero esta vez, en el nido de algún
pájaro. De nuestro pájaro.
(Un pingüino. Un frailecillo. Un
agapornis.)
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