Funcionalidad del Pasado.

Siempre me pasa que descubro la funcionalidad de las cosas cuando ya es demasiado tarde.

Y que sea demasiado tarde es precisamente la característica principal de este lugar.

Después de tanto tiempo encuentro que quizás este sea un buen sitio para mirar el pasado con los ojos del presente-futuro.

En cualquier caso, a los fantasmas del pasado, a los vivientes del presente y viceversa, sean ustedes bienvenidos.



viernes, 24 de agosto de 2012

Breve resumen de la vida de un poeta.



Cuando un poeta se deshace de sus símbolos, de sus recuerdos, de todas esas sensaciones. El momento en el que quedas huérfana para siempre de una parte de ti. Y vas de orfanato en orfanato buscando tu hueco, de nuevo, en el seno de un hogar. Algo calentito, algo que te haga bien.
Las letras son niños pequeños buscando una madre en la que acurrucarse. Un ombligo al que pertenecer.
Mis letras buscan el calor de un vientre. 
Supongo que ha llegado. El momento en el que el miedo y el pánico dejan de ser eso mismo porque ya no son desconocidos. Puedes aferrarte al marco de una foto. Recordar el momento justo en el que esa imagen se grabó en tu retina. Puedes quererme con todas tus fuerzas.
Ya no siento que abrazo a nadie. 
Es la transición necesaria. Algo caótico y sin sentido, pero de igual manera, necesario.
Como una fábrica abandonada. Como un producto que ha dejado de ser demandado. Estas letras huérfanas no necesitan una madre para ser gobernadas.

De alguna manera, siempre que un poeta necesita un hogar sabe que va a volver a irse de éste igual que vino. A menudo todo pasa en un fugaz momento. Otras, sin embargo, sucede de manera paulatina. Como el reguero de polvo que deja una estrella fugaz tras su viaje nocturno, cósmico, sideral. Como una mudanza. Ese sería el sentimiento correcto. Una siente toda su vida en cajas. Las paredes recién pintadas de blanco. Una casa sin cortinas mientras anochece. Quedarse la última noche sobre el suelo pelado como ritual. Como despedida.
Como cerrar un ciclo. No hablo de círculos, porque ya están cerrados cuando uno se mete en ellos.
A sabiendas de.

Todas las poesías dejan de pertenecer a alguien en algún momento. En retrospección, es fácil olvidarse de ciertos momentos que hicieron de un verso algo intenso, desmedido, lacrimógeno, feliz. Es duro y difícil y no gusta en absoluto. A ti y a mí. A mi desmemoriado corazón. A mis seniles dedos. Pero es así. Una debe acostumbrarse a que hay pocas cosas que marquen a un poeta. Al menos, que le lleguen al hueso. Adentro del hueso.
Por eso no es difícil conservar dos o tres poemas. Lo complicado es convivir con el resto.
Como llegar a un aeropuerto y tener que deshacerte de la mitad del equipaje por exceso de peso.
Ver los restos de algo, de alguien, quedarse en tierra, mientras tú te diriges hacia la puerta de embarque. Aunque tengas miedo a volar. Aunque odies los aviones.
Es ese miedo a quedarnos solos, a desaparecer en una caída al vacío al lado de algún desconocido y no saber cómo volver al punto en el que echar en falta a alguien nos salvaba de cualquier tipo desastre.

Lo adecuado sería quedar huérfanos al mismo tiempo. Dejar de almacenar recuerdos juntos y comenzar a desentendernos, poco a poco, el uno del otro. El poeta y el tú poético.
Lo adecuado sería no conservar el drama como opción. Dejar ir las cosas. Dejarse ir.
Pero es doloroso. Parece que hablar sobre hogares de acogidas y niños huérfanos fuese algo normal, vanal. Pero hay un antes. Una historia. Un montón de momentos que ya no tienen a quién coger de la mano, del pescuezo, de las caderas. Es como si todo fuese fácil. Como si un poeta no perdiese el sueño cada vez que se avecina una mudanza. Cada vez que se queda sin madre, sin ombligo, sin origen. Como si ir sin rumbo por aeropuertos desconocidos no fuese lo suficientemente terrible. Como si no oyese llorar a todas sus letras, cada noche, bajo sus sábanas. Hay tipos de calor que el cuerpo de los poetas no es capaz de generar. Ni siquiera una estufa, un sol, o un fogón. Nada como el cuerpo humano del tú poético.

Y aprendes a llorar por dentro mientras dejas, poco a poco de escribir. Como secarse por dentro. Como una sequía interior de la que es imposible salvarse. Como ser una semilla a punto de brotar en mitad de un desierto. Eso es imposible. Entonces esperas a que llegue algún pájaro, en mitad de su migración y te coma, engulla, trague, muerda, digiera. Esperas el pico de ese pájaro cada segundo de cada día sin pegar ojo. Entonces, la noche que decides desistir. Dejarte dormir. Algo escarba hasta ti y te agarra, te aprisiona, te aprehende. Es el momento de dormir, por fin, en el estómago de algún pájaro. De llegar a tu nuevo hogar. De compartir el viaje migratorio en el bolo alimenticio de un pájaro al que no serás capaz de reconocer hasta que no te haya expulsado y te veas de nuevo en un desierto, deseando quedarte dormida, nuevamente, en el estómago de otro pájaro.

Esa es la vida del poeta. Y deshacerse de sus símbolos, sus recuerdos o sus sensaciones no es más que una forma de sentirse a salvo, sin pensar obsesivamente que lo que realmente le salvará serán esos mismos símbolos, recuerdos, sensaciones.
Un círculo al que entramos, sin recordar muy bien cómo y del que difícilmente podremos salir. Al menos, con vida.
A sabiendas de.

Supongo que todos esperamos ese alto en el camino, esa familia de acogida que de verdad sintamos como nuestra. Esa felicidad de la que huimos con bastante facilidad. Esa madre, ese calor, ese ombligo. Ese cuerpo que haga que podamos generar nuestro propio calor humano.
Más o menos, eso sería una manera adecuada de cerrar un círculo. O al menos, de pararnos en mitad de él. A descansar. A dormir, pero esta vez, en el nido de algún pájaro. De nuestro pájaro.

(Un pingüino. Un frailecillo. Un agapornis.)

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